martes, 10 de abril de 2012

Del monte Sinaí a las arenas del Mar Rojo

Amanecer desde la cima del monte Sinaí.

Recién concluida la Semana Santa, inicio una breve serie de post sobre un lugar de referencias bíblicas. Lo que me ha traído hasta aquí no han sido los pasajes del libro sagrado sino, como siempre, la naturaleza. En realidad este viaje lo realicé hace unos añitos, unos cuantos, pero tenía ganas de recuperarlo y mostraros algunos de los parajes naturales más sobresalientes de un rincón fabuloso del globo: la península del Sinaí, en Egipto.

El Sinaí es territorio árido, dominado por un desierto arenoso en su franja norte y por la roca y abruptas montañas en el sur. En el centro confluyen ambos paisajes en un entorno que recuerda al Wadi Rum jordano.



Recorrí en profundidad el centro y sur de la península donde, se localizan enclaves naturales como el cañón coloreado, el monte Sinaí o el parque nacional Ras Mohamed, en el mar Rojo, entre otros muchos lugares.


La primera parada de la serie de post, por aquello de la proximidad de la Semana Santa, es uno de los principales atractivos del Sinaí. Se trata de la subida hasta la cima del monte en el que Moisés recibió las Tablas con los Diez Mandamientos. El monte Sinaí (2.285 m.) se eleva en medio de un conglomerado rocoso de rabiosa belleza, una belleza que cuando mejor se disfruta es al amanecer, momento en el que la roca adquiere un color naranja impresionante. Más tarde la fuerte insolación y la calima se encargan de corroborar que la mejor hora en la cima es la salida del sol. Para ello se organizan las subidas a pie por la noche. Comenzando a caminar desde el Monasterio de Santa Catalina (1.570 m.) de madrugada para llegar a la cima justo antes de que las primeras luces rasguen la oscuridad y el tremendo frío que hay en el desierto a esa altitud. Con el despuntar del alba, el paisaje se va contorneando poco a poco, ampliando el horizonte de montañas rocosas a la par que el naranja y el rojo parecen prender la roca. De ese momento han pasado 15 años, pero quedó grabado a fuego –nunca mejor dicho- en mi memoria y hoy lo rescato con gusto.


La subida a pie es algo dura, que no difícil, por un camino sin pérdida y que se abre paso por la roca de la montaña en compañía de muchos peregrinos y senderistas que dibujan un tren de linternas y frontales que bien recuerdan a la Santa Compaña. Casi en cada lazada del camino, los farolillos y lámparas de vendedores de agua, te y refrescos son una constante. También los camelleros, que ofrecen a los senderistas subir a la cima a lomos de dromedario. En total unas 3-4 horas hasta arriba y 2-3 para la bajada.


¿El premio? Uno de los mejores amaneceres del mundo, sobre un paisaje desértico de enorme fuerza; en un mar ondulado de montañas que se elevan por encima de los 2.000 metros de altitud, con el monte Catalina (Gebel Katherina) y sus 2.642 metros como máxima altura de la península.

A media mañana ya estaba de regreso en este precioso conjunto arquitectónico religiosos del s. VI que es el monasterio de Santa Catalina, y por carretera, me esperaba una tarde de relax en el golfo de Aqaba, donde, a lomos de dromedario fui coronado (o eso me pareció a mi…) una mezcla de Lawrence de Arabia y rey de Egipto. Que gran recuerdo y que gran lugar, con las arenas de las dunas egipcias y como telón de fondo las agrestes montañas de Arabia Saudí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario